lunes, 14 de noviembre de 2016

Cuando pienso en cómo escribiré mi autobiografía me  veo sentada a mis anchas  en una silla, mi imaginación volando  a pesar que la silla  es sólo una silla sin embargo también será la isla que me acogerá tibia  otorgándome la paz necesaria para escribir. Lo primero sobre lo cual me explayaré holgadamente estoy segura, es sobre los miedos; mejor dicho sobre mis miedos, los que me dejó mi padre en  herencia legítima, mi padre el turco dueño del almacén. La riqueza de mi padre no tenía límites, lo recuerdo muy bien. Cuando niña lo veía cerrar cajones, abrir cajones, subir cajones, bajar cajones, con una maestría sin igual. Padre siempre trabajó en el almacén y aunque él era el dueño, también realizaba la entrega de los pedidos. Yo lo miraba prepararlos con gran esmero y rapidez.
Sin embargo entre las estanterías, detrás del mostrador, apoyado en la antigua registradora, Padre entornaba sus grandes ojos negros de turco e intuía el ritmo de la existencia y sabía traducir esos acordes en  hermosas canciones que el mismo Lennon hubiera envidiado.

Los miedos de mi padre hacían que sólo yo las escuchara.

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