Cuando pienso en cómo escribiré mi autobiografía me veo sentada a mis anchas en una silla, mi imaginación volando a pesar que la silla es sólo una silla sin embargo también será la isla que me acogerá tibia otorgándome la paz necesaria para
escribir. Lo primero sobre lo cual me explayaré holgadamente estoy segura, es
sobre los miedos; mejor dicho sobre mis miedos, los que me dejó mi padre en herencia legítima, mi padre el turco dueño del almacén. La riqueza de mi padre no tenía límites,
lo recuerdo muy bien. Cuando niña lo veía cerrar cajones, abrir cajones, subir
cajones, bajar cajones, con una maestría sin igual. Padre siempre trabajó en el
almacén y aunque él era el dueño, también realizaba la entrega de los pedidos.
Yo lo miraba prepararlos con gran esmero y rapidez.
Sin embargo entre las estanterías, detrás del
mostrador, apoyado en la antigua registradora, Padre entornaba sus grandes ojos
negros de turco e intuía el ritmo de la existencia y sabía traducir esos
acordes en hermosas canciones que el mismo Lennon hubiera envidiado.
Los miedos de mi padre hacían que sólo yo las escuchara.
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